Dicen que acariciar a un gato alarga la vida. Quizás esa superstición se
debe a la percepción de que acariciar un gato produce un placer vivificante. No
es sólo la suavidad sedosa de la piel. A medida que vamos pasando la mano una y
otra vez por el pequeño bosque de pelo cálido, notamos un suave calor, una
tibieza que se difunde desde el plexo solar hasta el centro del pecho.
Si el animal es cariñoso y busca nuestra caricia o, mejor aún, si
empieza a ronronear, podríamos ser capaces de mantenernos durante varios
minutos absortos en la tarea de acariciar al gato, sin pensar en nada más que
en lo que en ese momento sentimos, lo que nos transmite esa pequeña vibración
del ronroneo que nadie ha logrado aún saber cómo se produce. Estar absortos en
algo, concentrados en una sola cosa: algo difícil para unos animales tan
dispersos como los seres humanos. Acariciando al gato nos asomamos ligeramente
a cómo debe de ser la vida de los animales, centrada en el instante. El tiempo
parece suspenderse un poco, mientras nos olvidamos momentáneamente de nuestras
obligaciones y urgencias. Quizás sea ésa la forma en que nuestra vida se
alarga, no en el tiempo, sino en la intensidad.
Paloma Díaz-Mas
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